Existe el vicio irreparable (en nuestras almas) de repartir excusas y responsabilidades del curso de una vida entre factores externos, tales como las divinidades de turno, la suerte o la incidencia del resto. Sólo nos servimos de nuestro protagonismo en ocasiones contadas, cuando necesitamos que el orgullo acuda a rescatarnos de las garras de la soporífera admisión de no estar viviendo, de no sentirnos más que partículas de polvo, disipadas en el Cosmos.
Ahora bien, la claridad del espíritu sólo llega si evadimos toda posibilidad de dejar nuestra existencia en manos de un destino que no es tal, sino el producto de nuestra parálisis. No es el caso, tampoco, el asumir responsabilidades protagónicas en vidas ajenas a la nuestra, lo que nos llevaría a ser una especie de dictadores de la razón, de los sentidos. La personalidad debe ser una, sin restricción de sensación individual alguna, sin comparaciones y sólo guiada por ideales y corazonadas propias, que son el lago por el que hemos de navegar día a día.
Así pues, el rol principal en nuestra vida, no es algo que se nos da al ver la luz, sino una construcción de nuestro ser a lo largo de un período de formación aún más importante que la embriónica.
Y dedicarnos al cultivo de esa facultad, es exactamente la única manera de no ser intrascendentes, sino, al contrario, ganar la verdadera eternidad.
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